04 junio 2008

DEIDAD



La triste historia de una niña que se quejaba de su triste vida.

Boscosas montañas rodeaban su vista todas las mañanas cuando al despertar asomaba su carita por la ventana, ella, una jovencísima ahijada de Afrodita, de nombre austero en letras pero lleno de gracia, con la bondad del paso de un cometa, y aún así, no quería ver más allá del alféizar de su ventana, no podía percibir el olor a leña que se desprendía por las chimeneas vecinas, no pretendía distinguir la humedad de la niebla que podría refrescar sus pulmones con un aire nuevo y revitalizador de todas sus ideas, esto solo era algo que nublaba su visión sin utilidad aparente y sin que le pudiera evocar pensamientos felices o ilusiones nuevas, ni tan si quiera recibió el rocío de buen agrado que bañó el pasado verano sus despertares en esa misma latitud.

Anteriormente, o fue después probablemente, no lo se muy bien ahora, vivía al otro lado de las montañas, siguiendo el camino de tierra que lleva a la carretera asfaltada del pueblo más cercano, a tan solo dos horas y media de la gran ciudad, donde todas las mañanas al amanecer, las luces de las ciudad se reflejaban en los cristales de los altos edificios con lujosos apartamentos que daban a su pequeña habitación, de su acomodado apartamento en una de las calles con más glamour de la milla de oro, en lo que a moda se refiere y tuviera ciudad alguna. Todas las mañanas bajaba trepidante en plena hora punta para coger el autobús que la llevaría a su lugar de trabajo, marcaba seguridad al paso entre la gente, su perfume era embaucador difícil de olvidar para virtuosos con capacidad de memoria olfativa que se quedaba clavada en el hipocampo tras rasgar la pituitaria, desprendía cierta atracción a la mirada pero a la vez un mínimo de temor a mantenérsela, los habituales observadores se rendían sin aguantar una segunda mirada y sufriendo por su cobardía insuperable ante tal atracción.

Y cuando estaba llegando a su frenético puesto de trabajo, se acordaba que tenía que dedicarse unos minutos más a ella misma y disfrutar por unos segundos del aroma que desprendía la croissantería de Mila, a una manzana antes del lugar deshumanizado que le llamaban puesto de responsabilidad que era su trabajo, ahí solía desayunar, para pasar y relajarse dando un pequeño sustento a su alma, mas que a su cuerpo, por que en el fondo, en la gran ciudad todos tenemos más necesitada el alma que el cuerpo.

Uno de esos días, nuestra niña hecha mayor se acordó de algo, no se lo podía quitar de la cabeza, lo intentaba olvidar y se le retornaba el pensamiento, pensó que cuando entrara en la vorágine de la metrópolis nada le podría afectar, pero no fue así, y ya al cerrar la puerta del apartamento se dio cuenta que algo le faltaba y que algo le acompañaba, no podía discernir que era lo que más le pesaba de las dos cosas, y finalmente, después de la obligada parada ante la vitrina de dulces delicatessen que Mila se había esmerado en preparar para sorprender una vez más a su selecta clientela, se detuvo a meditar pensando que no creía que esto le estaría pasando, pero la realidad se apoderó de ella y decidió volverse a encontrarse con su pasado. Haría caso a lo que estaba viendo en la vitrina en forma subliminal, en forma etérea.

Desde aquel fatídico día, la pupila de Apolo, la niña con rasgos definidos en perfecta geometría, con brillantes y expresivos ojos que tuvieran a bien competir con el esplendor de la estrellas que la vieron nacer, ahí entre las boscosas montañas nevadas de una gélida y despejada noche, con un futuro conocido y un pasado por descubrir, optó por volver a sus inicios, a retomar la vida con la alegría y con la constancia del caudal que llevan sus ríos, aquellos en los que se sumergía para adentrarse en la naturaleza que a gritos la llamaba y que de alguna manera marcaron su labios en pinceladas acuáticas y henchidos en definición.

Todo empezó, cuando ella quiso asegurarse tenerlo de por vida, conocedora de la prodigios cautivadores, la sensibilidad de su mirada, la suavidad de piel, su olor a azahar y vainilla y sobre todo del calor, el calor que desprendía en la noche su amado y querido osito que le acompañaba noche tras noche, desde el ocaso hasta la alborada, sin abandonar su misión de velar su sueño, espantarle las pesadillas y protegerla de cualquier mal espiritual o físico que atreviera de forma infame a perturbar su descanso, como aguerrido luchador de las causas más nobles, y siempre sin separarse del abrazo que constreñía a su cuerpecito redondeado que Ana le daba, de terso algodón y ojitos pulidos en nácar negro pero expresivos hasta llegar al ensimismamiento, recogiéndose en la intimidad de una misma, del enamoramiento de un ser querido y necesitado.

Allí donde ella vivía, lugar idílico por el marco verdoso de diferentes tonalidades que lo rodeaban, todo el mundo se preguntaba como era posible que esa criatura que al andar danzaba y que al correr flotaban sus pies sobres las flores, nunca tuviera ni la mas levedad en su ser, o resquicio de salud, estando constantemente acompañada de un aura que querían para si todos los demás, haciendo surgir las envidias de quienes no podían tener algo, preferían arrebatarlo a ser condescendientes con su destino.

Las gentes del lugar, sin malicia heredada ni conocedoras de la misma, pero quizá algo carentes de conocimientos, y con personalidad algo influenciable, se dejaron llevar por los que los incitadores de envidias que les reconcomían, haciendo caso a comentarios y algún albur interesado en contra de la magia hechicera que se manifestaba detrás de la ventana de la habitación de la pequeña deidad.

Por suerte para la reinita de este cuento, y debido a que las gentes del lugar eran de todo menos discretas, se presentó ante su ser, una figura amable cubierta de sedas brillantes y con aspecto de necesitar muy poco, y no por que ya lo tuviera, al contrario, pues carecía de todo lo prescindible, y con una voz castigada pero melodiosa le dijo:

“Mira niña, soy Dinguin el mago del bosque y he venido para ayudarte.

-¿ Me conoces?” dijo Dinguin.

- Sí, me han contado historias mis abuelitos sobre ti, dijo la pequeña.

- “ He oído por ahí, susurro Dinguin que la gente mala del lugar quieren quedarse con tu osito, ese que te acompaña todas las noches y te da calor, evita que enfermes y vela tu descanso, por lo cual han convocado a todo el pueblo para protestar delante del regidor, para que te lo confisque o amenazan con rebelarse, y así que lo puedan tener las niñas de cada uno de los habitantes de esta villa, una noche cada una o repartirse un trocito del osito para siempre”. “Creo que esto último es algo terrible, así que tu me lo dejas, yo te lo cuido hasta que pase el alzamiento, después cuando se hayan olvidado de él, por que no lo encuentran, solo tendrás que venir al bosque de musgo donde yo vivo y gritar tres veces su nombre, entonces aparecerá y volverá contigo , Princesa”.

Ella ante el temor de lo que le había contado el Mago Dinguin, y antes de que pudieran partir en trocitos a su buen osito, se lo entrego con lágrimas en los ojos, temblor en sus labios e inseguridad en sus manos, sabedora que era la decisión más dura jamás tomada a su corta edad y probablemente en el resto de su vida, que sus noches ahora serían mas frías, más inquietas, y que alguna mañana podría estar enfermita por que nadie la protegió ni lucho por su bien.

Al tiempo, bastante largo se le hizo, cuando todo estaba calmado y pensó que era buen momento de recuperar a su osito valedor de mil y una gloria, descubrió su gran error, un fatídico y grave error, su osito al que tanto quería y del que le costó desprenderse tanto en aquellos momentos, el que le había protegido tantas y tantas noches, el que había luchado por ella sin descanso y con desvelo, ese mismo osito, nuestra querida y simpática niña, no le había puesto un nombre, un nombre al que dirigirse a él, que le distinguiera del resto de ositos, al que recordara de una manera mas personal. Pensaba que lo que era suyo no debía de tener nombre propio. Por lo cual no podría ya nunca repetir su nombre tres veces en el bosque de musgo para recuperar así a su buen osito. Por eso ya no le interesaba lo que pasaba delante de su ventana, no disfrutaba de las pequeñas cosas que la vida nos ofrece, no apreciaba casi nada que le reportara un momentito de placer. Solo sabía quejarse y lloriquear sobre su mala suerte.

Afortunadamente, la historia no termina aquí, la magia existe, y en especial para los niños y las niñas buenas, por eso cuando Ana ya era un poquito más mayor y delante de los dulces de la croissantería decidió ser feliz consigo misma dándose un respiro al alma, apareció de forma abstracta otro distinguido Mago y le dio las claves para recuperar su felicidad, algo sencillísimo pero secreto desde decenas de años, y era yendo al bosque de musgo y tan fácil como llamar tres veces al Mago Dinguin con las palabras mágicas secretas de él, y que nadie conocía:

¡¡ DINGUIN DILINGUIN!!

¡¡DINGUIN DILINGUIN!!

¡¡DINGUIN DILINGUIN!!

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